Y ya nadie se atrevía a hacerle más preguntas.
Al ver el acierto y el rigor de las respuestas de Jesús, que ha puesto en su sitio a fariseos y herodianos (12,13-17), a los saduceos (12,18-27) y zanjando la difícil cuestión propuesta por el letrado, nadie se atrevía a hacerle más preguntas. El interrogatorio a que se ha visto sometido por unos y por otros ha terminado y Jesús ha salido airoso de la prueba.
Todos han sido invitados a la enmienda, pero nadie reacciona ni se compromete a cambiar de vida. No atreverse a preguntar significa que temen a las respuestas que Jesús pueda darles; perciben en ellas un peligro: los desmontaría de sus posiciones, exigiéndoles a todos la renuncia a la injusticia y, a los dirigentes, a la explotación del pueblo.
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En esta perícopa, Jesús no está definiendo lo que tiene que ser el cristiano, sino lo que habría debido ser el judío. En el AT el absoluto era Dios, un absoluto externo al hombre, al que éste debía darse por entero; un Dios al que el hombre puede ofrecer y, de hecho, debe entregar su persona. Por otra parte, el ideal de amor al prójimo que el AT propone: "amarlo como a uno mismo", establece el carácter relativo de ese amor, que no lleva a la entrega personal: no hay que darse a los otros como uno se da a Dios (con todo el corazón, etc.); la limitación humana (como a ti mismo) se proyecta en el amor a los demás.
Con Jesús el planteamiento cambia: no es el hombre quien tiene que darse a Dios, es ante todo Dios quien se da al hombre, comunicándole su propia vida, el Espíritu, y haciéndolo hijo suyo (1,11: "Tú eres mi Hijo"). En correspondencia con ese amor de Dios, el ser humano debe entregarse a los demás como Dios se ha entregado a uno mismo. Es decir, el hombre, a semejanza de Dios, ha de darse a los otros con un amor sin medida y sin condiciones, dispuesto a arrostrar, si fuera preciso, la muerte misma, como lo hará Jesús (10,45).
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