En seguida, por segunda vez, cantó un gallo, y Pedro recordó las palabras que le había dicho Jesús: <<Antes que el gallo cante dos veces, renegarás de mí tres>>, y rompió a llorar.
En cuanto Pedro ha llegado a la negación total de Jesús, por segunda vez canta un gallo. Como se ha dicho, el gallo era considerado popularmente como un animal diabólico, porque su grito se eleva en medio de las tinieblas. Simbólicamente, su canto significa la victoria del Enemigo (el poder del sistema judío). Pero el gallo no cantará por tercera vez; esta victoria no es total, pues Pedro no se integra en el sistema injusto que mata a Jesús; su negación, por tanto, puede no ser definitiva.
Al oír el canto del gallo vienen a la memoria de Pedro (recordó) las palabras de Jesús. El verbo "recordar" (gr. anamimnêskomai), aparece sólo aquí y en el episodio de la higuera seca, donde introducía la reacción completamente equivocada de Pedro (11,21 Lect.). Con esta alusión, insinúa ya Mc que su reacción va a ser de nuevo equivocada.
También el término traducido por "las palabras [de Jesús]" (gr. rhêma) ha aparecido solamente después de la segunda predicción de la pasión y muerte (9,32), donde el evangelista señaló que "los discípulos no entendían aquel dicho (rhêma) y les daba miedo preguntarle". Con esta aproximación indica Mc que Pedro sigue sin entender ni hacer suyo el itinerario de Jesús, y que no recuerda la insistencia de éste en su resurrección tras la muerte.
Se acuerda sólo de que Jesús predijo su fallo; se da cuenta de que se ha cumplido exactamente lo que Jesús le había predicho (14,30). Aquellas palabras le recuerdan la fidelidad que había prometido (14,29.31), pero que no ha mantenido. Al ver hasta dónde ha caído, Pedro se desploma y estalla en llanto (rompió a llorar).
Una vez más alude Mc a un pasaje anterior: el verbo "llorar" (gr. klaiô) se ha encontrado únicamente en el episodio de la hija de Jairo, donde denotaba el llanto sin esperanza de los que hacían duelo por la muerte de la niña, llanto que Jesús interrumpió afirmando que la niña no estaba muerta, sino dormida (5,38-39). Aunque fue testigo de aquella escena, Pedro llora ahora como lloraban aquellos, sin esperanza. La muerte de Jesús pone fin a todas sus expectativas.
Es una reacción equivocada, la de su orgullo herido y su fracaso. Desde su punto de vista, no tiene con quién estar ni adónde ir y, conociendo su debilidad, no puede confiar en sí mismo. Se queda en el vacío, sin nada: sin Jesús, que va a morir; sin ideal y sin objetivo en la vida. Sigue en el zaguán, ni dentro ni fuera. No tiene lugar propio.
No recuerda que Jesús, aun conociendo de antemano el fallo de sus discípulos, no ha desmentido su amor hacia ellos: les ha dado cita en Galilea para cuando haya resucitado (14,27). Ha olvidado las insistentes predicciones de la resurrección (8,31; 9,31; 10,34), que aseguraban que la muerte no tiene la última palabra.
Es la última vez que aparece Pedro en este evangelio. Se queda donde está, entre dos aguas. Sólo su nombre será mencionado en la visita de las mujeres al sepulcro (16,7).
No hay comentarios:
Publicar un comentario