Entró en el templo y empezó a expulsar a los que vendían y a los que compraban en el templo; volcó las mesas de los cambistas y los asientos de los que vendían las palomas.
Al llegar a Jerusalén (cf. 11,15a), Jesús sin más dilación entra en el templo, que ya había inspeccionado detenidamente el día anterior y que, para Mc, compendia el significado de <<la ciudad santa>> (11,11 Lect.).
Aunque se supone que Jesús llega a Jerusalén acompañado de sus discípulos (11,15a), Mc prescinde de ellos y se concentra en Jesús; el texto sólo contempla su entrada en el templo y su actuación en él. La triple mención del templo (dos veces en el v. 15 y una en el v. 16) indica que la atención del relato está puesta en la reacción de Jesús ante él.
Como la tarde anterior se había hecho cargo de todo (11,11), Jesús entra directamente para actuar. Se enfrenta él solo con el comercio autorizado del templo; no asocia a los discípulos a su acción, para que ésta no se interprete como un acto de fuerza que pretende hacerse con el control del templo para establecer dentro de él un nuevo orden, sino como una acción profético-mesiánica, que puede calificarse en toda regla de subversiva.
El comercio autorizado se situaba en el atrio o patio de los gentiles, el más exterior del templo y que lo rodeaba; era lo primero que veía el visitante. Allí se permitía a los paganos, en particular a los prosélitos, orar al Dios de Israel; pero, tanto ellos como los demás peregrinos, no encontraban en aquel atrio un ambiente que favoreciera la oración, sino el bullicio de un mercado.
La acción de Jesús se dirige primero contra las personas (los vendedores y los compradores); después, contra las cosas (las mesas y los asientos).
En primer lugar, echa del templo a vendedores y compradores: empezó a expulsar a los que vendían y a los que compraban en el templo, desautorizando así el comercio organizado dentro de él e, indirectamente, a aquellos que lo legitiman (la jerarquía del templo). Fuera de la venta de palomas, que se menciona a continuación (v. 15c), no se especifica lo que se compraba y se vendía, pero por los documentos de la época se sabe que eran animales destinados a los sacrificios y otros dones (vino, aceite y sal), que se ofrecían junto con ellos. El precio de las licencias para la instalación de los puestos comerciales revertía al sumo sacerdote. Había tiendas que pertenecían a la familia de éste, y la jerarquía del templo no se limitaba sólo a autorizar el comercio, sino que, en parte, ella misma lo dirigía. Incluso es posible que el comercio de animales para los sacrificios estuviese en tiempos de Jesús en manos de la poderosa familia del sumo sacerdote Anás.
Es significativo que Jesús no expulse únicamente a los vendedores, sino también a los compradores. Si lo que pretende es sólo evitar que el templo se convierta en un mercado, hubiera bastado con echar de él a los vendedores; así los fieles se verían obligados a adquirir los animales y los dones destinados a los sacrificios fuera del reciento sacro. Pero, al expulsar también a los compradores, el texto está indicando que Jesús no sólo condena la venta en el templo de animales y productos para los sacrificios, con las ganancias que ella reporta, sino que desaprueba igualmente su compra; es decir, que está en desacuerdo con la creencia de los compradores en la validez de los sacrificios. Con su actuación, pues, se opone tanto al comercio autorizado en el templo, como al culto sacrificial que se realiza en él. Para Jesús, Dios no puede ser el pretexto para organizar un lucrativo negocio religioso, ni ofrece su favor o su perdón a cambio de sacrificios y dones materiales.
El final de la frase: "a los que vendían y a los que compraban en el templo", pone una nota de indignación que preludia el tono de las palabras de Jesús en la escena siguiente (v. 17).
En la actuación de Jesús con vendedores y compradores se cumple el texto de Zac 14,21b: "Y ya no habrá mercaderes en el templo del Señor de los ejércitos aquel día". Su enérgico gesto es al mismo tiempo denuncia profética y manifestación mesiánica ("aquel día" = el día del Señor).
Según el pensamiento de los profetas, el culto sacrificial, en función del cual se justifica y organiza el comercio del templo, no había existido en la primera época de Israel; como se ve, por ejemplo, en Jr 7,22: "Cuando saqué a vuestros padres de Egipto, no les ordené ni hablé de holocaustos y sacrificios", y en Am 5,25: "¿Es que en el desierto, durante cuarenta años, me traíais ofrendas y sacrificios, casa de Israel?". La tienda del desierto, antecesora del templo, había sido el signo de la presencia salvadora de Dios, de su actividad en favor del pueblo. Pero, en el templo que Jesús conoció, el culto sacrificial y el mercantilismo religioso, derivado de él, habían eclipsado la presencia de Dios y desvirtuado su verdadero rostro: el Dios liberador y salvador había pasado a ser un Dios exigente y explotador, que, en vez de dar vida, la exige para sí; el Dios generoso y misericordioso se había vuelto un Dios cicatero e interesado que ofrece sus favores a cambio de que se le sacrifiquen animales o se le ofrezcan dones materiales.
Tras la expulsión de vendedores y compradores se describe una nueva acción de Jesús: volcó las mesas de los cambistas y los asientos de los que vendían las palomas. Aunque a los cambistas y a los vendedores de palomas no los expulsa del templo, los deja dentro de él sin función; al echar por tierra las mesas y los asientos que utilizaban para realizar su oficio, les impide ejercer su actividad. Es una forma tan contundente como la utilizada antes con vendedores y compradores de desautorizar el negocio que unos y otros tenían montado en el templo y de oponerse a sus prácticas.
Los cambistas garantizaban que todos los ingresos económicos que entraban en el templo (impuestos, aranceles, donativos, etc.) se efectuaran con la moneda apropiada; no la griega o romana de uso corriente, considerada profana o impura, sino únicamente la antigua moneda hebrea o la acuñada por la ciudad de Tiro, en cuyas caras no había ninguna efigie humana. Con su actividad hacían posible el pago de lo que constituía la principal fuente de riqueza del templo: el impuesto anual de medio siclo (o dos dracmas) que obligaba a todos los judíos mayores de veinte años, incluidos los de la diáspora, y que no podían hacerse con dinero corriente. Jesús, al volcarles las mesas e impedirles su actividad, no reconoce la distinción entre monedas profanas y sagradas, y muestra su rotunda oposición (volcar) al impuesto anual que obligatoriamente había que pagar al templo y, en general, a que el culto a Dios se asocie con el dinero. Para Jesús, lo mismo que para Dios, no hay monedas que sean más aceptables que otras; lo único importante con relación al dinero es qué uso se hace de él y a qué intereses sirve. Como puede apreciarse, la insólita actuación de Jesús atenta contra el sistema económico que hacía del templo la mayor empresa financiera de la época.
Hay un comercio con el que Jesús se enfrenta de manera especial: el de los vendedores de palomas. Mc, al separar a éstos de los demás vendedores que expulsa Jesús, les concede una particular importancia. La paloma era el animal que ofrecían los más pobres (Lv 5,7; 14,21-22.30s) en los holocaustos propiciatorios (Lv 1,14-17) y en los sacrificios de purificación y expiación (Lv 15,14.29). Es decir, las leyes sobre los sacrificios permitían en nombre de DIos la explotación de la gente del pueblo con menos recursos económicos. Jesús se opone a esta práctica y con su gesto (volcar) la reprueba. El Dios defensor de los pobres y los desvalidos (Éx 22,24-26; 23,6; Is 3,14-15; 10,1-2; Am 4,1-3; 5,12; 8,1-7; Sal 82,2-4, etc.) no puede ser su explotador.
Es llamativo el contraste entre la realidad del templo y la profunda veneración por el lugar santo manifestada en muchos salmos. Entre otros, Sal 42,5: "Recordando otros tiempos desahogo mi alma: cómo entraba en el recinto y me postraba hacia el santuario entre cantos de júbilo y acción de gracias"; 6,15: "Habitaré siempre en tu morada, refugiado al amparo de tus alas"; 63,3: "¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria!"; 122,1: "¡Qué alegría cuando me dijeron: <<Vamos a la casa del Señor>>!". Ahora en cambio, el espectáculo que ofrece el templo es lamentable. Se ha convertido en un auténtico mercado donde se trafica con lo religioso, se despoja a los fieles de sus recursos económicos, se explota a los más pobres, y se ofrece a Dios un culto que no es el que él quiere. En medio de este ambiente, la presencia divina no se percibe; todo está centrado en el dinero y en el sacrificio de animales.
Resumiendo: Las dos primeras acciones que Jesús realiza al entrar en el templo (expulsar y volcar) muestran la realidad de éste. El templo no es más que un sistema de explotación económica que, falsamente, se proclama avalado por Dios. Ese sistema se basa en la creencia que los dirigentes han inculcado al pueblo de que para tener una buena relación con Dios y obtener su favor o su perdón hay que ofrecerle a cambio sacrificios y dones materiales.
En su primera acción (expulsar), Jesús se enfrenta, por un lado, con los que trafican con lo religioso (vendedores), incluyendo a los que organizan y aprueban dicho tráfico (la jerarquía del templo) por otro, con el pueblo (compradores), que cree que con los sacrificios y ofrendas puede ganarse el favor divino, sin darse cuenta de que, en el culto sacrificial que se realiza en el templo, la verdadera víctima es el pueblo mismo.
En su segunda acción (volcar), se opone Jesús a la actividad de cambistas y vendedores de palomas, deslegitimando sobre todo la fuente principal de financiación del templo (el impuesto anual obligatorio que hacían posible los cambistas) y condenando, en particular, la explotación que sufren en él los más pobres (la venta de palomas).
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