Él, consciente de su hipocresía, les repuso: <<¡Cómo!, ¿queréis tentarme? Traedme un denario, que lo vea>>.
Jesús sabe que el escrúpulo religioso que fingen es una hipocresía, una simulación, pues, en realidad, se encuentran cómodos con la administración romana e incluso los fariseos pagan el tributo al emperador. Por eso, les echa en cara su verdadera intención, que para nada se refiere a Dios, sino que lo único que pretenden es atraparlo a él. Los acusa así de querer tentarlo; de hecho le están insinuando que, si quiere conservar su prestigio ante el pueblo (11,18; 12,12), tiene que dar una respuesta negativa, mostrándose dispuesto a acaudillar un movimiento antirromano (cf. 1,24.34; 11,9s). Jesús deja claro que no cae en el engaño y que, por tanto, la respuesta que va a dar no será efecto de éste; conoce perfectamente el alcance del dilema y va a exponer su propio pensamiento.
Jesús no responde a las preguntas. Ni menciona el impuesto ni la cuestión legal. Da a entender así que el impuesto es algo que ni atañe a la Ley ni afecta a ningún principio religioso. Les pide, en cambio, que le traigan un denario romano. Él no lo lleva consigo ni ellos tampoco; presumiblemente tienen que ir a buscarlo a un cambista, puesto que se trata de una moneda no autorizada en el templo. Mientras cumplen el encargo, hay una pausa; la atención se centra en la moneda que está en camino.
Muchos judíos observantes no fijaban nunca la vista en las monedas romanas, para evitar que su mirada se posase sobre una imagen, que, además, llevaba símbolos blasfemos (divinidad del César). Jesús, por el contrario, quiere ver el denario; con esto le quita toda importancia religiosa, confirmando su indiferencia anterior. El denario no tiene nada que ver con Dios.
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