Llegaron y le dijeron: <<Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa de nadie, porque no miras lo que la gente sea. No, realmente enseñas el camino de Dios. ¿Está permitido pagar impuesto al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?
Para preparar el terreno, intentan captarse la benevolencia de Jesús. Lo llaman respetuosamente "Maestro", haciendo ver que lo consideran una autoridad, con capacidad de decidir en una cuestión difícil y discutida. Pero, además, alaban su independencia y su libertad, afirmando que no se deja condicionar por la autoridad de otros o por la oposición a su doctrina (sincero), ni disimula ésta por respeto a los poderosos (no te importa de nadie); tampoco se deja intimidar por la posición social de las personas o porque hiera los intereses de alguien (no miras lo que la gente sea). Por el contrario, es fiel intérprete del comportamiento (camino) que Dios exige. Pretenden ahora que un maestro tan sincero les dé una respuesta inequívoca que resuelva la cuestión legal y de conciencia que van a plantearle.
Le proponen entonces la pregunta comprometedora, presentada como un deseo de fidelidad a la Ley divina. La pregunta es doble: enuncian primero la cuestión de principio, como un problema de escuela, si es conforme a la Ley el pago del impuesto (¿Está permitido...?); a continuación presentan el pago como un problema de conciencia que les afecta personalmente (¿Pagamos o no pagamos?). Esta formulación pone a Jesús ante una alternativa que, aparentemente, no puede esquivar y que exige de él una respuesta clara, afirmativa o negativa, un sí o un no.
La cuestión de fondo gira en torno a la fidelidad a Dios, expresada así en el primer mandamiento: "El Señor nuestro Dios es el único Señor" (Dt 6,4). El pago del tributo ponía en cuestión ese señorío de Dios, porque implicaba el reconocimiento de la soberanía del César sobre Israel. Por eso, con ocasión del censo de Quirino (6/7 d. C), cuando fue depuesto Arquelao y el emperador nombró a Coponio como el primer gobernador romano de Judea y estableció el impuesto, Judas de Gamala, llamado el Galileo, y el fariseo Sadoq, acaudillaron, en nombre de la fidelidad a Dios, la rebelión armada contra Roma, que entonces fue fácilmente sofocada por falta de apoyo popular. Ambos, sin embargo, fueron los responsables del nacimiento, dentro de la corriente farisea, de un partido más estricto y fanático, compuesto por patriotas que se hacían llamar activistas o "zelotas" y que eran partidarios de la lucha armada contra los ocupantes romanos, enemigos de Dios.
El problema, por tanto, que los enviados (fariseos y herodianos) plantean a Jesús es el de si los israelitas son o no infieles a Dios al pagar el impuesto. Se trata de resolver el conflicto entre dos fidelidades que parecen contrapuestas: la debida a Dios y la debida al César. ¿Se puede pagar el tributo sin merma alguna del señorío exclusivo de Dios sobre Israel?; para salvaguardarlo, ¿no habría que negarse al pago? En definitiva, lo que está en juego es el principio de la obediencia o fidelidad a Dios antes que a los hombres.
Los sanedritas debían de pensar que Jesús, al presentarse como Mesías, no podrían menos que seguir la línea nacionalista radical, la que sostenía que pagar el impuesto, signo de la soberanía del emperador romano, comportaba la renuncia a la propia independencia y libertad nacional y era una infidelidad a Dios, el único Señor de Israel.
He aquí el dilema: si, contra la expectativa de los representantes del Sanedrín, Jesús diera una respuesta afirmativa (acatamiento al César, posición de los herodianos), se acarrearía el descrédito ante el pueblo, contrario al régimen romano, y podrían actuar contra él; si la respuesta, como ellos desean, fuera negativa (declaración de rebeldía, postura zelota), sería acusado de subversivo y detenido por la autoridad romana. De un modo o de otro, estaría acabado.
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