Él les dijo: <<No os desconcertéis así. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado, no está aquí. Mirad el lugar donde lo pusieron.
Para sacarlas de su profundo asombro y su estupefacción el joven les dirige la palabra; quiere devolverles la serenidad (No os desconcertéis así), infundirles confianza, explicándoles lo ocurrido. En primer lugar, expresa en voz alta, de forma interrogativa, lo que ellas pretendían hacer: ¿Buscáis a Jesús el Nazareno?, pero omitiendo el propósito de ungirlo y refiriéndose a él como a una persona viva. Al usar en su pregunta el verbo "buscar", que en Mc implica siempre error o mala intención, orienta el sentido de la misma: su búsqueda era equivocada, porque pensaban encontrar el cadáver de Jesús.
Para referirse a Jesús el joven no menciona ningún título cristológico; lo llama simplemente por su nombre, Jesús, y lo identifica por su procedencia, el Nazareno, subrayando fuertemente su origen humano.
El apelativo el Nazareno ha aparecido tres veces en el evangelio. La primera vez en boca del poseído de la sinagoga de Cafarnaún (1,24), que recordaba a Jesús su lugar de origen para tentarlo con un mesianismo de tipo político-nacionalista, acorde a la doctrina de los letrados (cf. 12,,35-37); la segunda, se encuentra entre lo que oye de la gente ("Al oír que era Jesús Nazareno") el ciego Bartimeo, figura de los discípulos (10,47), quien inmediatamente reacciona llamando a Jesús "Hijo de David"; la última, en boca de la criada que interpeló a Pedro en casa del sumo sacerdote (14,67), reprochándole ser partidario de un opositor al régimen. De hecho, el apelativo <<Nazareno>> sitúa el origen de Jesús en la región de los nacionalistas fanáticos y le atribuye ese espíritu.
El joven insinúa así que las mujeres buscaban a Jesús viendo en él la encarnación de su sueño frustrado de restauración de Israel. Querían honrarle ungiéndolo con aromas, reafirmándose en sus esperanzas mesiánicas, rendirle homenaje para reparar de algún modo la injusticia cometida con su muerte.
Pero el joven añade: el crucificado, del que ellas se mantuvieron a distancia (15,40: "observando de lejos"), el rechazado por Israel y cuya misión con ese pueblo ha acabado en el fracaso. Han de aceptar esta realidad de Jesús y, con ella, el fin de sus ideales de triunfo terreno, que se ha disipado con la cruz. Nazareno indica el lugar de procedencia de Jesús al comienzo de su actividad (1,9); crucificado, el modo en el que ha acabado su vida histórica.
Pero el participio perfecto pasivo estaurômenon (el crucificado) denota no sólo un acontecimiento del pasado, sino, además, un hecho permanente. En efecto, esa denominación señala a Jesús en el momento de su máximo acto de amor a la humanidad, y ese amor, manifestado en la cruz, perdura para siempre. El crucificado es el que está infundiendo el Espíritu sobre la humanidad (15,37) en toda época de la historia.
El joven mismo responde a la pregunta que acaba de hacer. Su afirmación es rotunda: ése que ha sido sentenciado a muerte por blasfemo por parte de las autoridades judías y condenado a la cruz como un rebelde por parte de Pilato, ése que consideráis una figura del pasado que ha fracasado por completo en su proyecto, ése ha resucitado. Las palabras del joven implican la inutilidad del homenaje que ellas han preparado. Pueden constatar que en el sepulcro no está Jesús (no está aquí), y esto significa que no permanece en la muerte, sino que está vivo.
Para confirmar la verdad de sus palabras, el joven añade: Mirad el lugar donde lo pusieron. Ese "lugar" (gr. topos) está en relación con el "lugar" (gr. topos) del Gólgota (15,22). En éste último sucedió lo visible, lo histórico: allí dieron muerte a Jesús. El "lugar" del sepulcro revela el otro plano de la realidad, el mundo nuevo que ha comenzado con la Resurrección. Jesús no está en el reino de la muerte, el lugar donde lo pusieron se encuentra vacío. Por eso es inútil buscarlo en este lugar de fracaso y frustración existencial. Para Jesús, el verdadero Mesías, no hay fracaso, la vida ha vencido a la muerte. Se cumplen así las predicciones de Jesús sobre la resurrección (8,31; 9,31; 10,34).
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