jueves, 11 de julio de 2024

Mc 14,33

 Se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan y, dejando ver su enorme desconcierto y su angustia...

Como en dos ocasiones anteriores (cf. 5,37; 9,2), se llevó con él a Pedro, a Santiago y a Juan, llamados desde la primera hora al seguimiento de Jesús (1.16.21a), los tres más destacados del grupo de los Doce y, por su apego a los ideales del judaísmo, los más reacios a aceptar el mesianismo de entrega y servicio de Jesús (8,32; 9,38; 10,37). Son los mismos a quienes Jesús impuso sobrenombres que reflejaban sus actitudes (3,16: "Piedra" / Pedro, por su obstinación; 3,17: "Truenos", a Santiago y Juan, por su autoritarismo). Por otra parte, por sus experiencias anteriores en el episodio de la hija de Jairo (5,37ss) y la transfiguración (9,2ss), estos discípulos debían haber sido los más preparados para afrontar la situación actual. Esta tercera vez que se los lleva consigo va a mostrar cuál es su postura definitiva ante la prueba por la que va a pasar Jesús: la de una total incomprensión.

Mc enlaza esta escena sobre todo con la de la transfiguración (cf. 9,2: "tomó/se llevó consigo a Pedro, etc."). La manifestación en el monte pretendía convencer a los tres discípulos de que el itinerario del Mesías, expuesto por Jesús y que anunciaba su muerte, era el de Dios y el camino que conduce a la vida definitiva; de que incluso sufrir la muerte por procurar el bien de la humanidad no significaba el fracaso de la persona, sino su mayor éxito existencial.

La vida y la gloria manifestadas en el monte deberían haber hecho ver a estos discípulos que la muerte que Jesús va a sufrir no es definitiva; su muerte implica aquella vida. Se hubieran sobrepuesto así a los duros acontecimientos que van a desencadenarse a partir de Getsemaní. Jesús quiere enfrentarlos con esta realidad, haciendo que sean testigos de cómo él la afronta y de la enorme dificultad que entraña.

Delante de ellos deja ver Jesús su estado de ánimo, que el evangelista describe como enorme desconcierto y angustia. Parece como si, de pronto, perciba Jesús en toda su crudeza la situación a la que ha llegado. Perseguido por las autoridades, que se aprestan a darle muerte, hace el balance de su labor. La realidad histórica se desploma sobre él.

Fiel a su misión, Jesús ha intentado liberar a Israel de la opresión religiosa que sufre (1,21b-28), ha curado sus enfermedades (1,31-33), ha procurado sacarlo de la marginación social a la que está condenado (1,40-45; 2,15; 5,23-34), ha fomentado la iniciativa humana y el desarrollo personal (3,1-6), ha señalado el camino para acabar con la indigencia y para satisfacer la necesidad material (6,34-46), ha denunciado la explotación que, bajo capa de piedad, sufre el pueblo por parte de los dirigentes (11,15b-18), le ha hecho ver la inconsistencia de las falsas expectativas mesiánicas basadas  en la doctrina oficial (12,35-37) y la hipocresía de algunos de sus maestros (12,38-40)... Para ofrecer una alternativa al pueblo, se ha enfrentado con los dirigentes, pero, aparte de una popularidad pasajera, no se ha ganado la adhesión a éste. No ha conseguido liberarlo, la gente sigue adicta a la institución (12,41).

De ahí su desconcierto o estupor; no se explica la respuesta que ha obtenido: constata el fracaso de su obra con el Israel histórico e incluso con el Israel mesiánico que él ha fundado (<<los Doce>>); es incomprensible que el plan de Dios, expresión de su amor a la humanidad, se malogre de manera tan rotunda. Por culpa de los dirigentes, Israel va a dar muerte al Mesías y va a condenarse a la ruina (12,6-9; cf. 15,29-32).

Esta perspectiva provoca su angustia: Jesús no sabe qué hacer, no ve salida. Su muerte, injusta e infamante, va a ser inútil. Aquí surge la duda: ¿era acertada la línea que ha seguido?. "La idea de Dios", el amor salvador, parece abocada al fracaso.  Según Jesús mismo, no hay más que una alternativa (8,33), "la idea de los hombres", que él siempre ha aborrecido y combatido: la de la imposición, la violencia, la opresión, la explotación, en una palabra, la del poder dominador, el anti-amor. Ahora bien, abandonar la primera idea es dejar el paso libre a la segunda.

Jesús no ha aceptado el poder que se le ofrecía (1,25) o se le exigía (8,11), no se ha erigido en poder alternativo frente al poder establecido. Es un hecho que la gente respeta el poder y le da su adhesión; quiere seguridad aun a costa de su libertad; no busca la plenitud humana. La actitud de los Doce, al respecto, es típica. Basta pensar en Pedro, que prefería la idea de los hombres (8,33), y ver el grupo de discípulos discutiendo entre ellos quién era el más grande (9,34), buscando el poder y la gloria mundana (10,37.41), o dejándose arrastrar por Pedro contra Jesús (14,31). La realidad invalida todo idealismo.

La duda suscita alternativas: ante la incomprensión y el rechazo de los hombres, ¿no convendría rendirse ante los hechos, dejando que la humanidad siga el derrotero que ella misma ha elegido? O, en último caso, ¿no debería el Mesías, por la dignidad y el honor de Dios, forzar la mala voluntad de los oponentes, combatirlos y someterlos por la fuerza al reinado de Dios?. La experiencia desata la ofensiva contra el amor.

Pero, por otra parte, está en juego nada menos que la salvación de la humanidad (cf. 13,10). Jesús es consciente de su enorme responsabilidad por el compromiso que ha hecho (1,9) y la misión que ha recibido (1,10-11). Además, ¿en qué quedarían todo su mensaje y su enseñanza anterior? ¿Qué sentido tendrían las condiciones del seguimiento (8,34)?

En su ánimo se entabla el combate decisivo, a muerte, entre el amor y el poder, entre la fidelidad a Dios y a los hombres y los principios de la sociedad injusta y opresora. Es como una tenaza que oprime a Jesús por ambos lados y amenaza con destruirlo.

LA BIBLIA

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