Lo revistieron de púrpura, le ciñeron una corona de espino que habían trenzado y empezaron a hacerle el saludo: <<¡Salve, rey de los judíos!>> Le golpeaban la cabeza con una caña, le escupían y, arrodillándose, le rendían homenaje.
Tras el juicio ante el Consejo judío, fueron sanedritas, que ejercían funciones de jueces, quienes escarnecieron a Jesús (14,65a); tras el juicio ante Pilato, no es el juez, que ni está presente ni da la orden, quien lo hace, sino la soldadesca.
Los soldados son los subordinados de Pilato, como los sirvientes lo eran del sumo sacerdote y de los demás miembros del Consejo (14,54). Éstos últimos se hicieron cargo de Jesús con bofetadas (14,65b), continuando los ultrajes que le infligieron algunos de sus jefes; los soldados, en cambio, actúan por propia iniciativa y sin ejemplo anterior, pero ponen de manifiesto el desprecio de Pilato mismo por los judíos. De hecho, se toman la libertad de escarnecer a Jesús, porque saben que eso no molesta al gobernador. El texto no señala que despojasen a Jesús de sus vestidos, pues ya lo habrían hecho para azotarlo.
Sin embargo, hay una diferencia entre el escarnio de los soldados y el que tuvo lugar en casa del sumo sacerdote (14,65). Allí los ultrajes representaban un estallido de rabia y de odio contra Jesús, que empieza por salivazos y golpes y culmina con la burla que hacen de él como profeta. En cambio, aquí en el pretorio, las acciones se desarrollan en orden inverso: comienzan con la burla de la dignidad real y, solamente antes del último homenaje, se intercalan golpes y esputos. Es decir, los soldados no actúan por odio a la persona de Jesús, un desconocido para ellos, sino por desprecio de la realeza que se le atribuye; no hay pasión en sus acciones, sino un meticuloso plan.
De hecho, realizan con Jesús una parodia insultante de la investidura que se hacía en los campamentos romanos a un general que era proclamado emperador. Todos los emblemas y distintivos de la realeza: púrpura, corona, saludo real y homenaje, figuran en la escena del pretorio como objeto de burla. La púrpura, distintivo imperial, está sin duda representada en la escena por una capa roja de las que llevaban los soldados. La corona, trenzada por los soldados mismos con ramas de una planta espinosa, probablemente de las usadas para la leña, parodiaba la corona de laurel que llevaba el emperador. El saludo, con una fórmula solemne (Salve, rey de los judíos) que reconoce el derecho a usar el título de rey (uso del vocativo, cf.), imita el que solía dirigirse al César ("Ave, Caesar"), situado en el centro de la escena, pone de relieve el motivo de toda la burla: la calidad real que se atribuye a Jesús. El homenaje, llamado en griego proskynêsis, se hacía arrodillándose o postrándose hasta el suelo; era un rito usado en el mundo helenístico para honrar a los soberanos y grandes dignatarios, insinuando de este modo que pertenecían a una esfera superior. Los ultrajes que se intercalan subrayan la burla: los golpes en la cabeza con una caña ridiculizan la corona; los salivazos vilipendian al portador del atuendo.
Los soldados ven en Jesús un pretendiente al trono, y ellos, fieles agentes del imperio, expresan con sus acciones todo el desprecio que les merece <<el rey de los judíos>>, título con el que Pilato ha designado dos veces a Jesús (15,8.12). Hacen mofa de la expectativa judía de un rey victorioso que había de someterlos a ellos, los paganos. Ellos no reconocen más soberano que el César; no admiten más poder que el suyo y humillan a un posible poder rival.
Ultrajando así ceremoniosamente al <<rey de los judíos>>, desmontan paso a paso la expectativa de la monarquía davídica, ideal mesiánico del pueblo judío; la reducen a una pobre ilusión, que sería aplastada por el imperio.
Tal es el significado de la escena desde el punto de vista de los servidores del imperio. Pero que este significado es incompleto lo revela la actitud de Jesús. Nótese que en la narración no aparece su nombre; doce veces está designado por un pronombre, siempre como término de una acción ejecutada por los soldados. Jesús se muestra en la escena enteramente pasivo; no opone resistencia a los ultrajes ni expresa protesta alguna. Pero, teniendo en cuenta su enseñanza (10,42: "Los que figuran como jefes de las naciones las dominan... No ha de ser así entre vosotros") y la dolorosa opción en Getsemaní, donde rechazó la tentación de ser un Mesías poderoso y violento (14,36), esta pasividad no puede atribuirse, por su parte, a insensibilidad; al contrario, supone aceptación, e incluso aprobación, de lo que hacen los soldados.
Con su mofa, los soldados declaran que no hay rival para su César, que es ridícula la pretensión de un rey judío dominador del mundo. No ultrajan a este rey por representar el poder, sino por ser un poder judío, ajeno al poder romano y enemigo de él. La acción de los soldados, sin embargo, va más allá: despoja a la dignidad real de toda grandeza humana y ridiculiza todos los atributos regios. Ellos pretenden escarnecer a ese rey en cuanto poder judío, pero, al desautorizar ese poder, los desautorizan todos. El rival puede tener menos fuerza, pero pertenece al mismo género. El poder dominador, dondequiera se manifieste, tiene la misma índole, es enemigo del ser humano. Todos los poderes que oprimen al hombre son iguales en su esencia e igualmente ilegítimos en su actuación. Por eso el escarnio afecta directamente a toda realeza. Al ridiculizar la de Jesús, los soldados, sin darse cuenta, están demoliendo la autoridad de su propio imperio.
Ahora bien, Jesús es el primer enemigo de todo régimen opresor que somete al hombre; la concepción mesiánica judía no es más que un caso particular y no merece condena por ser judía, sino por justificar la opresión, como las demás.
Por eso Jesús deja hacer a los soldados sin expresar queja o protesta; las acciones que van ejecutando en él son como propias suyas; por medio de ellos Mc subraya que los poderes opresores no tienen legitimidad ni merecen respeto. Jesús, que ha afirmado su realeza, va permitiendo la negación de todo lo que, en opinión de la gente, debía ésta comportar de prestigio y esplendor humanos, que son, en fin de cuentas, instrumentos de dominio. Así se explica su reservada respuesta a Pilato (15,2): él es el rey de los judíos, pero no en el sentido en que Pilato lo entendía.
En el pretorio, el evangelista escenifica la demolición del prestigio del poder. Para que se manifieste el verdadero sentido de la realeza de Jesús, el concepto de rey ha de ser despojado de toda falsa grandeza externa. De hecho, la grandeza del hombre no está en los signos de esplendor ni en su prestigio ante otros, sino en su mismo ser. No en atributos ni emblemas, sino en su calidad humana.
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