La inscripción con la causa de su condena lleva inscrito: EL REY DE LOS JUDÍOS.
Para designar el letrero de la condena usa Mc la misma palabra (gr. epigraphê) que había utilizado para designar la leyenda en la moneda del César (12,16); esa moneda se hacía así señal de la realeza del César e instrumento de su dominio. En el caso de Jesús, la cruz que, marcada con el letrero, es símbolo de su entrega y de su amor hasta el fin, se hace señal de su realeza, pero no instrumento de dominio; será, por el contrario, fuente de vida. Aparece así el contraste entre el titular del poder (el César) y el modelo del amor al hombre (Jesús).
El verbo "inscribir" (gr. epigegrammenê, "inscrito", en vez del simple gegrammenê, "escrito"), que innecesariamente usa Mc para introducir el texto del letrero, se encuentra en Dt 9,10 (LXX cod. A) para indicar lo grabado en las tablas de piedra dadas por Dios a Moisés y que contenían el código de la Ley. La posible alusión a este texto sugiere que, para Mc, Jesús pendiente de la cruz es el nuevo código, que contiene un solo mandamiento: amar como él hasta el fin. El mismo verbo se encuentra en Jr 31/38,33 (LXX) refiriéndose a la nueva alianza: "Al dar mis leyes las inscribiré (gr. epigrapsô) en su mente y en sus corazones". El amor del crucificado es la nueva ley interior predicha por el profeta.
Se ve el paralelo entre este versículo y el del reparto de la ropa. Aquél describía simbólicamente el ofrecimiento del Espíritu-amor de Jesús a todos; en éste se proclama a Jesús en la cruz como el modelo de amor, la norma para todos sus seguidores. Se han superado todos los antiguos códigos de moralidad y los manuales de perfección. Sólo Jesús crucificado muestra el pleno significado del amor: el don de sí para todos hasta el final.
La causa de la condena (El rey de los judíos), inscrita en el letrero, es la que fue aducida en el juicio ante Pilato (15,2). El letrero de la cruz se convierte en la proclamación permanente ante el mundo entero de este rey; el rey de los judíos pasa a ser así el rey universal. En él brilla la verdadera realeza, que no es la de los títulos, honores, riquezas ni ejércitos, sino la de la calidad humano-divina, la del amor sin límite.
La escena de la crucifixión enlaza con varios pasajes anteriores. En primer lugar, con la escena de Getsemaní. En el Calvario, está presente "la hora" que Jesús rechazaba entonces (14,35), la copa o trago que deseaba ver lejos de él, pero que al fin aceptó identificándose con el designio del Padre y poniendo en él su confianza (14,36).
Al mismo tiempo, ésta es la copa de la eucaristía (14,23), con la que Jesús invitó a los suyos a aceptar su pasión y muerte. En la eucaristía, tomar el pan significaba asimilarse a Jesús en su vida terrena y recibir su Espíritu; beber de la copa, entregarse como él hasta el final. En la crucifixión, el reparto de la ropa corresponde a asimilarse a Jesús vistiendo su uniforme, el del Espíritu; aceptar la cruz, supone llegar, como él, hasta el máximo del amor, desarrollando toda la potencialidad del Espíritu.
Esta copa está a su vez en relación con la mencionada cuando los Zebedeos aspiraban a los primeros puestos en el reinado glorioso de Jesús (10,37). Él les habló de las aguas ("bautismo") que iban a sumergirlo y del trago que iba a pasar (lit.: "la copa que iba a beber") (10,38.39), símbolos de la prueba dolorosa que, en su caso, terminaría con la muerte (14,23 Lect.).
De este modo, en el Gólgota culmina el compromiso hecho por Jesús en el Jordán, de llevar a cabo su misión con la humanidad a un a costa de su vida (1,9 Lect.). A aquel compromiso respondió el cielo con la bajada del Espíritu sobre Jesús (1,10); paralelamente, sobre los que se comprometen a seguir a Jesús hasta el fin, trabajando por el bien del hombre y aceptando la hostilidad de la sociedad injusta (cf. 8,34), se derrama su Espíritu.
No hay comentarios:
Publicar un comentario