A media tarde clamó Jesús con gran voz: <<Eloi, Eloi, lema sabaktani>> (que, traducido, significa: <<Dios mío, Dios mío, ¿para qué me has abandonado?>>).
Nueva referencia cronológica, que repite la que ponía término a las tinieblas (v. 33): a media tarde (lit. "a la hora nona"). Han pasado las tinieblas, que anunciaban el fracaso de los planes de los enemigos del hombre sobre Jesús; tras ellas, se eleva con gran voz el clamor de éste. Para interpretar su sentido hay que tener en cuenta las numerosas alusiones a otros textos del evangelio, los contrastes y las relaciones que presenta con la oración de Jesús en Getsemaní, y el hecho de que sus palabras reproduzcan el comienzo del salmo 22.
Las alusiones
- La primera alusión es a 1,3, único pasaje anterior en que aparece el solemne verbo "clamar" (gr. boaô). En aquel pasaje la voz profética (Juan Bautista) exhortaba a "preparar el camino del Señor (el Mesías, Jesús), a enderezar sus senderos"; el clamor indicaba la importancia y la urgencia de esta labor. En el pasaje de la cruz, al final del camino, se constata que éste no ha sido preparado ni los senderos enderezados; Jesús muere expulsado de su sociedad, que lo rechaza y no se enmienda de su praxis injusta. Gravísima acusación de Mc a la sociedad judía de su tiempo, resumen de todo lo expuesto en la narración evangélica; en particular, de la traición de los dirigentes.
- Como en otras ocasiones (5,41; 7,34; 10,46b; 14,36; 15,22), la cita de términos arameos indica que este clamor se refiere de algún modo a Israel: expresa, como se verá, el desconcierto y el dolor de Jesús por el fracaso de su misión con el pueblo judío.
- Solamente en tres pasajes del evangelio se explicita que la equivalencia del texto arameo en griego es una traducción (5,41; 15,22.34). El hecho de que la primera vez esta anotación se encuentre en el episodio de la hija de Jairo, donde por la acción de Jesús, la muerte se revelaba como vida (5,39: "La chiquilla no ha muerto, está durmiendo"), traslada este sentido a los otros dos pasajes, en particular, al que comentamos; es decir, tras el clamor desgarrador de Jesús se esconde una realidad de vida.
Por otra parte, los contrastes y las relaciones entre este grito de Jesús y su oración en Getsemaní (14,36) son los siguientes:
- Allí Jesús se dirigía a Dios como Padre (Abba, "Padre"), apelando a su íntima relación con él como Hijo. En la cruz, en cambio, lo invoca con la fórmula: Dios mío, Dios mío, es decir, no en su calidad de Hijo, sino como un israelita fiel. Jesús se pone al nivel de todos los que han sufrido injustamente. La repetición del apelativo subraya la fidelidad: el que invoca es un hombre que no ha tenido más Dios que éste y que nunca se ha separado de su camino.
- En Getsemaní pedía Jesús al Padre que apartase de él aquel trago (lit. "esta copa"), es decir, que le evitase la prueba dolorosa que iba a pasar. En la cruz, Jesús no pide nada, sólo formula una pregunta que delata extrañeza: hay algo que no entiende. La traducción griega hecha por Mc de la partícula aramea lema (gr. eis ti) da a ésta en primer lugar un sentido final: ¿para qué?, ¿con qué objeto Dios lo ha abandonado en manos de sus enemigos?. No ha impedido el desprecio y el suplicio de su Hijo; según toda evidencia, Israel y sus dirigentes siguen rechazándolo e incluso se burlan de su humillación y sufrimiento (15,29-32). Ese pueblo, que rechaza a Jesús y, con él, a Dios, va a la ruina. Esa es la tragedia: Israel se pierde. La pregunta de Jesús revela su amor a ese pueblo. ¿De qué va a servirle esta muerte?.
- En Getsemaní, venciendo la tentación, Jesús confió plenamente en el designio del Padre (14,36b: "no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú"); pero su oración no concluyó allí (no se dice que orara por tercera vez, que sería la definitiva), se prolonga hasta el final de su vida. Aquella aceptación no suprimió su dolor ni su angustia, que vuelve a aflorar en este grito desde la cruz. Jesús no se explica la finalidad de su pasión y muerte, que desembocan en el fracaso rotundo de su misión con Israel y que parecen dar al traste con toda su obra.
Hay que notar, por último, que Jesús no improvisa su clamor, sino que hace suyas las palabras del salmo 22/21,2, queja proverbial de justo perseguido, acosado, que muestra al mismo tiempo su adhesión incondicional a Dios (Dios mío, Dios mío) y su estado de abandono (¿para qué me has abandonado?). Palabras tantas veces pronunciadas, sin duda, por otros, que constituyen la oración de Jesús en la cruz. Mc pone en labios de Jesús el Sal 22,2 primero en arameo y ofrece después su traducción griega. Nótese que el comienzo del Sal 22 es único en todo el salterio como expresión del abandono por parte de Dios, y extremadamente sorprendente en cuanto no sólo se afirma este abandono, sino que se subraya ante todo la incomprensión frente a él.
Para comprender en profundidad el contenido del grito de Jesús, hay que considerar el contexto global en que se integran su vida y su muerte. Este contexto es el plan de Dios, expresión de su amor a la humanidad, que consiste en que el ser humano, mediante la práctica del amor, alcance la plenitud de vida, que desarrolle todas las potencialidades que ha recibido en su creación.
Ahora bien, condición sine qua non para el amor es la libertad. Si el hombre no fuera libre, sería un ser programado, sin decisión personal y sin posibilidad de crecimiento; no podría responder voluntariamente a la invitación de Dios a secundar su plan, ni aportaría nada propio y decisivo a sus semejantes; sería, por tanto, incapaz de amar y, en consecuencia, no podría desarrollarse ni llegar a su plenitud.
Pero la libertad del hombre es finita y, por tanto, imperfecta. Por eso el ser humano puede usar mal de ella y buscar fines opuestos al amor, que no contribuyen a su verdadero crecimiento y maduración; al contrario, lo impiden. De hecho, en la humanidad, el plan de Dios encuentra obstáculos aparentemente insuperables: el egoísmo, la búsqueda del propio interés por encima del bien común, la codicia, la competitividad con los otros, la ambición de riqueza y poder, el afán de prestigio social, etc. etc., que llevan a todos ellos al desprecio y a la explotación de los demás, en particular de los más débiles, impidiendo su desarrollo humano y privándolos incluso del derecho a la vida y a una vida digna.
La infinita compasión de Dios por el ser humano no podía resignarse a ver esta situación sin actuar. De ahí la lucha del amor de Dios contra el mal en el mundo. Pero esta lucha no se realiza desde fuera, con intervenciones extrínsecas y puntuales de Dios que, prescindiendo de la libertad humana, irían modificando el curso de la historia. El único camino a su alcance es el de revelar su amor a los hombres, un amor que es más fuerte que el mal y que les da la experiencia de la vida plena y la seguridad del triunfo final de ésta. Él, que es puro amor, no podía actuar como un Dios prepotente, impositivo, amenazador, cuya acción disminuiría y humillaría al hombre. Dios actúa desde dentro, desde el interior de los seres humanos que se abren a su Espíritu y secundan su acción. A través de ellos se canaliza el continuo esfuerzo divino por ofrecer a la humanidad una salida de la situación de infelicidad y de sufrimiento en que se encuentra, por liberarla de sus esclavitudes, de sus miserias y de sus miedos, y por comunicarle vida plena.
Históricamente, la revelación del amor de Dios se realiza plenamente en Jesús, el hombre dispuesto a entregarse hasta el fin por el bien de todos sus semejantes. Dios le comunica su vida (Hijo), lo potencia con su Espíritu-amor y le encarga infundirlo en la humanidad (1,8). Tal es la misión de Jesús, a la que se comprometió en el Jordán (1,9-13): revelar el amor de Dios hasta el fin, para que la humanidad lo acepte y tenga vida. Pero la injusticia que reina en la sociedad humana impide la manifestación del amor divino; por eso Jesús, el Hombre pleno, tiene que asumir la tarea de liberar al ser humano de todas sus alienaciones, de mostrarle cuál es su verdadera meta y ayudarle a alcanzarla.
De ahí que la actividad de Jesús haya consistido, primordialmente, en quitar los obstáculos que impedían al hombre alcanzar su meta. Ha curado enfermedades, se ha enfrentado a cuantos pretendían hacer de la Ley un absoluto, eliminando el legalismo y poniendo el bien del hombre por encima de todo, se ha esforzado por liberar de la opresión, por suprimir marginaciones, por procurar y fomentar la iniciativa y creatividad del ser humano, por desterrar fanatismos, por crear igualdad y solidaridad, por ir abriendo en la historia caminos a la justicia y a la fraternidad, por hacer presente en ella el reinado de Dios; en definitiva, por mostrar el rostro de un Dios que quiere ser amado en sus criaturas y cuyo designio es la felicidad y el pleno desarrollo de sus hijos. Y todo eso ha sido rechazado por los dirigentes de Israel y, tras ellos, por el pueblo. Jesús ha sido desechado por los suyos como un indeseable, despreciado, insultado, entregado al poder pagano y condenado a muerte. En este momento de máxima desolación dirige a Dios su pregunta sobre la utilidad de su entrega.
Sin embargo, esa entrega sin regateo tiene un sentido. Había que demostrar al mundo que el amor de Dios es más tenaz que el mal, que no cede ante los obstáculos, que está dispuesto a sufrirlo todo, a perder su prestigio ante el mundo, a ser él mismo despreciado por inútil, con tal de no desmentirse como tal amor. Dios ha abandonado a Jesús en manos de sus enemigos, pero, al mismo tiempo, se ha abandonado él mismo al juicio de los hombres. Ante ellos, será un Dios inútil e impotente, incapaz de salir en defensa de su Mesías; tiene que soportar que los que él ama sean maltratados. Todo el oprobio, el desprecio que experimenta Jesús, recaen sobre el Padre. Todos podrán preguntar a Jesús: "¿Dónde está tu Dios, el Dios que es incapaz de ayudarte?" (cf. Sal 42/41,4.11). Un Dios que no se impone a sus adversarios, que se deja derrotar por ellos, es un Dios desacreditado ante la sociedad humana. A los ojos de los hombres, ese Dios no sirve.
Aparece así lo incomprensible del amor de Dios. Es incomprensible que Dios tenga que aparecer como débil e impotente, incluso para defender a los suyos. Él no coarta la libertad humana con imposiciones, castigos o amenazas; prefiere dejarse humillar, hacerse vulnerable, arriesgarse incluso a que el hombre dude de su existencia. Pero sólo un amor como el suyo, que no se desdice ni siquiera ante el rechazo o la negación, es capaz de vencer el mal y derrotar a la muerte.
El cambio en la idea de Dios que se revela en la pasión de Jesús es de tal magnitud que pocos pueden aceptarlo y muchos lo consideran blasfemo. Nunca se había concebido un Dios que no se identificase con el poder, y con un poder supremo y absoluto. Que por respeto al hombre, por no privarlo de su posibilidad de crecimiento, Dios sea débil e impotente ante un "no" de la libertad humana, que la eficacia de su amor esté a merced del arbitrio del hombre, era algo absolutamente impensable.
Pero si Dios irrumpiera en la historia para cambiar el rumbo de los acontecimientos, inutilizaría la libertad de los hombres, haría un mundo mecánico, de marionetas. El hombre dejaría de ser tal y su crecimiento y maduración quedarían impedidos. Sería un mundo fracasado. De hecho, siendo libre es la única manera como el hombre puede crecer, y la gloria de Dios Creador es que su criatura crezca hasta el máximo. Si suprimiera la libertad, destruiría al hombre. Por eso Dios no puede forzarla, porque es amor; si lo hiciera, dejaría de serlo. El hombre puede destruirse a sí mismo, pero Dios nunca destruirá al hombre.
Los sucesos siguen, pues, la lógica de la libertad humana; los dirigentes, por defender su posición, rechazan al Mesías; los "hombres" (9,31), instalados en su mediocridad, no toleran el modelo de plenitud humana que encarna el "Hijo del hombre".
Ahora bien, el mal uso de la libertad humana produce innumerables dolores e iniquidades, que reclaman una respuesta. También aquí se inserta la pregunta de Jesús. No ha sido él la única víctima de la injusticia. Al tomar en sus labios el inicio de aquel salmo bien conocido, se pone al nivel de los que antes de él han sufrido injustamente; pronuncia la queja ancestral del inocente condenado, del justo perseguido y abandonado. Jesús, que está pasando por ese desgarro, se hace paradigma de todos los que en la historia han sufrido el desprecio, la persecución y la injusticia; asume la identidad de todos ellos. Encarna y hace suyo todo ese dolor anterior a él, que viene desde el fondo de la historia pero que no tuvo respuesta en ella. En un acto supremo de amor a la humanidad doliente, se hace la voz de los que no tuvieron voz. De ahí la añadidura de Mc: con gran voz. Su clamor personal contra el mal y la injusticia va asociado al de todos.
Pero él, que está pasando por el suplicio, el escarnio y la impotencia, aunque no ve el fruto de su labor, sigue confiando en el Padre, y quiere dar respuesta a todos los perseguidos y humillados sin razón. Por eso sus palabras en la cruz no son un grito de desesperación dirigido a Dios, sino una afirmación insistente de Dios mismo (Eloi, Eloi... Dios mío, Dios mío) en el momento en el que se le experimenta como un Dios desconcertante, que parece haber abandonado al justo a su suerte. En la persona de Jesús crucificado Dios comparte el sufrimiento de todos y nos asegura que ni el mal, ni la injusticia, ni el dolor tienen la última palabra; la palabra última, que es palabra de Vida, la pronuncia él.
La pregunta de Jesús (¿para qué me has abandonado?) se refiere al fracaso de su misión y al aparente triunfo de la injusticia; no está en cuestión su éxito personal, porque él sabe que, junto al Padre, fuente de vida, tiene vida para siempre. Desde esta convicción se identifica con todas las víctimas del desamor humano, para incorporarlas a su destino de vida. La injusticia no es definitiva, ni Dios olvida. Él contempla todo el arco de la vida del hombre, no sólo la parte que se desarrolla en este mundo, sino también la que se expande en el mundo divino. Todo lo que obstaculiza el crecimiento de la vida e impida su expansión, será superado; si se interpone la muerte física, ésta será vencida. Hay una dimensión y un fruto personal que no dependen de los logros del hombre solo ni de su triunfo externo. De ahí que el éxito o el fracaso no puedan ser calibrados solamente con los ojos de este mundo.
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