Pero Jesús, lanzando una gran voz, expiró.
Ha llegado el momento supremo. Jesús culmina su vida de servicio y entrega a su pueblo y, más en general, a la humanidad. Lo ha dado todo por ofrecer vida al hombre: su tiempo, sus energías, sus ideales, su actividad y hasta su honor. Ahora, por amor a los hombres, entrega lo único que le queda: su propia vida, sin recibir nada a cambio. De hecho, lo único que ha recibido hasta el momento por parte de casi todos ha sido incomprensión, desprecio, rechazo, insulto y dolor. Pero su amor al ser humano lo ha llevado al don total de sí. Se ha enfrentado con todos los obstáculos a la realización del hombre, en particular con los poderosos. Paso a paso ha ido derribando prejuicios, falsas ilusiones y engaños: las barreras sociales y religiosas, la expectativa del glorioso Mesías, la Ley como perfecta expresión de la voluntad de Dios, la santidad del templo explotador, la bondad de los dirigentes, la superioridad de Israel respecto a los demás pueblos... A pesar de la oposición a muerte por parte de los dirigentes judíos, de la falta de respuesta por parte del pueblo y de la incomprensión de sus propios discípulos, nunca se ha echado atrás. El suyo ha sido un amor liberador, desinteresado, tenaz, sin buscar provecho o gloria. No ha rehuido el sufrimiento ni la humillación. Ha demostrado que su amor no pone condiciones ni conoce límite.
La frase, con la que Mc pone fin a la vida de Jesús, combina dos elementos: el principal es la expiración de Jesús, y a él se subordina la "gran voz" que lanza. El fuerte grito de Jesús, esta vez inarticulado y distinto del anterior (cf. v. 34), no es, pues, independiente sino que está en función de su muerte; describe el modo como ésta sucede. Jesús muere lanzando una gran voz, manifestando una energía sobrehumana impropia de cualquier persona en sus circunstancias.
Hay que notar que Mc, como ocurre con los otros evangelistas, al describir el momento final de la vida terrena de Jesús, no emplea ninguno de los verbos griegos usuales para indicar la muerte (apothnêsko o teleutaô), que connotan inactividad. Al emplear, en cambio, un verbo activo, "expirar" (gr. ekpneô), que no aparece en el AT griego (LXX) ni es de uso corriente en la lengua helenística, señala lo insólito de esta muerte: Jesús no se apaga en el suplicio y la debilidad, sino que muere con una fuerza inusitada (lanzando una gran voz). El verbo que usa el evangelista (en el texto griego, exepneusen) no es sólo un eufemismo por "morir"; en sonido y significado evoca el término griego pneuma, "aliento/espíritu", y significa "exhalar el aliento/espíritu". Con este verbo indica Mc que la muerte no es para Jesús un acontecimiento que él sufre pasivamente, sino el momento en el que él mismo corona su entrega a favor de la humanidad, efundiendo su Espíritu sobre los hombres.
Jesús no ha permitido que le acelerasen la muerte -por eso no ha bebido el vinagre-; él decide sobre su existencia, él es quien da voluntariamente la vida. Lo que han buscado arrebatarle por la fuerza lo ofrece él libremente como don. Demuestra así que su amor a la humanidad no se detiene o se desdice ni siquiera ante la renuncia suprema; ese amor es más fuerte que el apego a la propia vida.
Con esto lleva a término su compromiso en el Jordán (1,10). Se realiza lo significado por la copa de la Cena: la sangre de Jesús se derrama voluntariamente por todos (14,25).
Ésa es la respuesta de Jesús a la maldad de los hombres, compendiada en la escena anterior. En lugar de reproche, amenaza o profecía apocalíptica, ofrece al ser humano el Espíritu, que lo lleva hacia la plenitud. El odio que le da muerte queda superado con el ofrecimiento de la vida plena. Muestra así la calidad de su amor: es el amor gratuito, sin límite, el amor propio de Dios.
Ese amor hace culminar en Jesús la condición divina. La plena capacidad de amar que recibió con el Espíritu en el Jordán se ha traducido en la cruz en acto de plenísimo amor. El que podía amar como Dios mismo, de hecho ha amado como él. Su ser es el de Dios; uno y otro son inseparables. Por eso, como el Padre, dador de vida, puede también él comunicar el Espíritu. Es la llegada del reinado de Dios (1,15), ofrecido a todos los pueblos.
La voz que lanza ahora Jesús es, como la anterior (v. 34), una gran voz. Si aquélla anunciaba vida para los oprimidos de todos los tiempos, ésta anuncia que, en Jesús, la fuerza de vida y amor de Dios, el Espíritu, está disponible para la humanidad. El Espíritu-amor ha penetrado todo el ser de Jesús, se ha integrado en él y lo constituye de tal modo que toda acción u obra suya irradia y comunica esa fuerza, rebosa de ese amor. Por eso, al morir, Jesús exhala con grande y audible fuerza tanto su aliento vital como el Espíritu.
La voz que lleva el Espíritu es fuerte para que llegue a toda la humanidad. Es el pregón de la obra suprema del amor de Dios, la comunicación de su ser a los hombres. Jesús muere dándose él mismo, pero dando al mismo tiempo el Espíritu que lo llena. En su muerte se desvela su vida plena.
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